Entre la fascinación y la sospecha: pensar los avances tecnológicos hoy


    Crecimos en una realidad de promesas tecnológicas. Hoy, muchas de esas promesas, parecen más cercanas que nunca. La aparición de nuevas tecnologías suele generar una sensación de amenaza, especialmente cuando irrumpen en nuestra cotidianidad y transforman las formas tradicionales de relacionarnos con el mundo. Sin embargo, es precisamente a través de estos avances que la humanidad logró grandes progresos, como en el ámbito de la medicina, donde la innovación tecnológica ha permitido mejorar diagnósticos, tratamientos y calidad de vida. La clave parece estar en encontrar un equilibrio: abrazar el progreso tecnológico sin abandonar el juicio crítico, y abogar por los valores humanos. Basta con ver algunos de los capítulos de Black Mirror para advertir hasta dónde es posible llegar si los perdiéramos de vista.

    Ahora bien, ¿Qué pasaría si estas tecnologías se orientaran a transformar los espacios de producción tradicionalmente ocupados por los seres humanos, permitiéndoles dedicar más tiempo al desarrollo personal? En la Antigüedad griega, el ocio -skholè- era el tiempo libre de las presiones del mundo, ese que habilitaba la posibilidad de enfocarse en las necesidades humanas y en uno mismo. ¿Qué sucedería si los entes reguladores promovieran condiciones que liberaran a las personas de la necesidad constante de producir para subsistir? ¿Qué pasaría, entonces, con el individuo? Se ha señalado que el sistema capitalista tiende a concebir al trabajador principalmente como un engranaje productivo, dejando en segundo plano su dimensión humana. Imaginemos, por un momento, un mundo —en términos de utopía— en el que las máquinas asumieran nuestras tareas cotidianas y las personas dispusieran de tiempo para la contemplación. No se trataría de pasividad ni de distracción, sino de una forma activa de cultivo personal. ¿Qué haríamos, como especie, con ese tiempo? ¿Enloqueceríamos? En Un mundo feliz, Huxley retrata una sociedad tan alienada que, para escapar de la vacuidad de su existencia, recurre al soma, la droga que promete la felicidad. Los trabajadores, liberados de parte de su carga laboral, se enfrentan a su tiempo libre con desconcierto, solo para encontrar consuelo en la misma sustancia. Qué paradoja…Hay algo profundamente actual en esa ambivalencia: celebramos los avances, pero también percibimos que algo está en juego. ¿Qué lugar le queda a lo humano cuando lo artificial se vuelve tan hábil?

    Junto a los escenarios más utópicos convive una inquietud profunda: ¿quién define qué tareas realizarán las máquinas y qué quedará reservado a los humanos? ¿Qué valores orientan estos desarrollos? Es aquí donde la fascinación adquiere tintes de sospecha. Los avances en inteligencia artificial plantean uno de los grandes dilemas del nuevo siglo. La IA aparece en titulares, se filtra en las conversaciones, modifica nuestras búsquedas, edita nuestros textos, predice lo que queremos decir. Está ahí, silenciosa pero omnipresente, operando detrás de pantallas que consultamos asiduamente. La IA dejó de ser una promesa futurista para instalarse como parte del tejido cotidiano. Nos fascina. Nos ofrece soluciones que antes ni siquiera imaginábamos. Nos asombra su velocidad, su eficiencia, su capacidad de aprender y responder. Pero también nos desestabiliza. Nos preguntamos, cada vez con más frecuencia, qué implica convivir con una tecnología que replica nuestra manera de pensar, que incluso a veces la anticipa, la corrige o la supera. El boom de los LLMs, sistemas entrenados con cantidades inmensas de texto para predecir —palabra por palabra— lo que sigue en una oración, ha dado lugar a modelos que simulan una comprensión lingüística con una precisión inquietante. No piensan, pero imitan patrones del pensamiento humano de forma cada vez más convincente. Y aunque en esencia son algoritmos estadísticos, lo que producen interpela nuestras emociones, creencias y, a veces, decisiones.

    No se trata solo de herramientas, se trata de modelos que aprenden de nuestros datos, que anticipan nuestras elecciones, y, cada vez más, se aventuran en terrenos que hasta hace poco considerábamos infranqueables, como los sueños. Grandes compañías se dedican al desarrollo de tecnologías capaces de intervenir en el inconsciente —como dispositivos diseñados para inducir sueños lúcidos[1] o influir en su contenido—. Esto nos enfrenta a una pregunta inquietante: ¿Qué pasa cuando hasta un espacio tan íntimo se vuelve programable? Desde tiempos remotos, se ha explorado el mundo onírico como un territorio de autoconocimiento, en busca de dominar ese universo misterioso que habita en lo más profundo del ser. Pero, ¿Qué sucede cuando la tecnología irrumpe en un espacio tan sagrado? De nuevo, nos encontramos ante una paradoja: por un lado, se abren posibilidades de sanación emocional, de traumas profundamente arraigados. Por el otro, se vislumbra la inquietante posibilidad de que, incluso los rincones más íntimos y privados del individuo, se vean atravesados por lógicas de control.

    En definitiva, pensar los avances tecnológicos hoy exige más que entusiasmo o temor: demanda responsabilidad. ¿Cómo asegurarnos de que estas herramientas estén al servicio de una vida más libre y plena, y no al revés? Cuesta imaginar una inteligencia artificial verdaderamente confiable en un mundo donde ni siquiera confiamos en los propios miembros de nuestra especie. Como advierte el gran historiador Yuval Noah Harari:

    Creo que es un gran error que las personas asuman que pueden confiar en la inteligencia artificial cuando no confían entre sí. La forma más segura de desarrollar una superinteligencia es primero fortalecer la confianza entre los humanos y luego cooperar entre nosotros para desarrollarla de manera segura. (Harari, 2025)

    La pregunta no es si debemos frenar el progreso. De hecho, históricamente, el progreso siempre ha sido un arma de doble filo. Frenarlo, en todo caso, parece imposible. La pregunta, creo, es cómo acompañarlo con una mirada profundamente humana. Porque, en última instancia, no se trata solo de lo que la tecnología puede hacer, sino de qué tipo de humanidad queremos construir.


Antonella Gaudino


Referencias

Harari, Y. N. (1 de abril de 2025). “How Do We Share the Planet With This New Superintelligence?”. Wired. https://www.wired.com/story/questions-answered-by-yuval-noah-harari-for-wired-ai-artificial-intelligence-singularity/



[1] Un sueño lúcido es aquel en el que la persona sabe que está soñando y puede ejercer cierto control sobre el sueño u observarlo pasivamente mientras es consciente de que se trata de un sueño. Esto da al soñador la oportunidad de influir potencialmente en su vida onírica… (Colino, Stacy, 13 de diciembre de 2023, National Geographic, https://www.nationalgeographic.es/ciencia/2023/12/suenos-lucidos-como-aprender-a-controlar-lo-que-suenas)

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